--Texto incluído en el libro "Un Derbi Solidario 2", publicado en las navidades de 2013 (os animo a adquirir cualquiera de las tres entregas de este proyecto solidario)
Igor Lediakhov ha sido uno de los grandes genios sportinguistas.
Genio para bien y, posiblemente también, para mal. En el campo, era
el doctor Jekyll y Mr Hyde. Con todo, fue el gran referente para una
generación que disfrutó de los últimos coletazos de un Sporting de
Primera y alcanzaría posteriormente su madurez en la década
interminable de travesía por Segunda.
Tosco de palabra, cautivador por acción y desesperante por omisión.
Esquivo con los medios de comunicación, serio en el trato con los
aficionados, pero bromista en el vestuario como recuerda Dimitri
Cherishev. Unos días se desenvolvía en el tapete de El Molinón con
la tranquilidad de quien disfruta de un paseo por la calle Corrida.
Ni siquiera importaba en esas ocasiones que el rival fuera el
Barcelona o que en apenas 90 minutos el equipo se jugara toda una
temporada en una promoción de infarto. Cuando se sentía motivado,
sorteaba rivales con su elegante zancada, encontraba espacios como si
se encaramara al mirador de La Providencia, ejecutaba pases de seda y
córners que desafiaban al ‘Elogio del Horizonte’, e incluso se
atrevía a soltar algún disparo tan agrio como su aparente carácter.
Su otro yo, en cambio, se arrinconaba en una banda, desde donde su
indolencia, un defecto que engendra herejes, hacía un guiño a la
condición de Ciudad Balneario de su localidad natal y acababa con
las paciencias rojiblancas. Su fama de vago le perseguía hasta el
punto de que uno de sus entrenadores en el Sporting encargó al
médico un test de espirometría y diversas pruebas de esfuerzo para
comprobar si un mal estado físico era la causa de que no se
esforzase en el día a día en Mareo. Los resultados asustaron a
técnico y médico, pero de tan espectacularmente buenos que eran.
Así era el ‘Príncipe Ruso’, un apodo que le viene como anillo
al dedo a un futbolista que llegó de Sochi, lugar de residencia de
familias acomodadas y destino vacacional por excelencia de una
mayoría de sus compatriotas. Mucho antes de convertirse en sede de
los Juegos Olímpicos de Invierno de 2014, sus habitantes ya
disponían de unas instalaciones propicias para la aparición de
deportistas de primer nivel. Así emergió, por ejemplo, el tenista
Yevgeny Kafelnikov, vecino de infancia de la familia Lediakhov y cuya
retirada profesional también se produjo en 2003.
A pesar de los 3.614 kilómetros en línea recta que separa Sochi de
Gijón y pese a cambiar el Mar Negro y la Cordillera del Cáucaso por
sus homólogos cantábricos, se sintió como en casa. El clima es
similar (en Sochi las temperaturas oscilan entre unos 3 grados de
mínima en invierno y una máxima de 28 en verano), ambas regiones
comparten buenas playas y vegetación; y además, en lo deportivo, él
no abandonó los colores rojiblancos de su Spartak de Moscú. También
se encontró con otras instalaciones de entrenamiento de alto nivel,
Mareo, donde se ganó pronto otro sobrenombre: el del ‘Mago de
Sochi’ con el cual le bautizó el periodista Ruben Díaz porque “en
los entrenamientos le veía hacer cosas que hacía Zidane”. Unas
sesiones en las que exasperaba a uno de sus entrenadores, Benito
Floro, quien temía que su estrella cogiese hongos por culpa de su
manía de regresar descalzo a la caseta.
Hay leyendas de vestuario que cuentan que Floro perseguía a los tres
rusos con papelitos para agilizar su aprendizaje del castellano. De
inmediato, Cherishev se quedaba solo en la mesa. Nikiforov y
Lediakhov disimulaban en cuanto le veían aparecer: hacían que
llamaban por teléfono o se iban corriendo al baño. Pero Floro, que
quería aprender idiomas, sí les obligaba a ejercer de profesores
particulares de ruso después del almuerzo, privándoles de la siesta
en las concentraciones de pretemporada.
Los habituales de Mareo seguro que recuerdan aquella mañana en la
que Ciriaco Cano no conseguía que Lediakhov enviase el balón desde
el córner al lugar exacto donde le indicaba. Entonces, el entrenador
se dirigió al banderín y trasladó a la práctica un par de veces
su consigna teórica: “Usted no ve la Premier. Hay que usar el
toquecito inglés. Así, ¿lo ve?”.
Precisamente en un córner botado por Lediakhov nació el mejor gol
que se ha visto en mucho tiempo en El Molinón. Aquella volea de
‘Perico’ Pérez ante el Valladolid. El fútbol hace posible que
un argentino y un ruso se entiendan con señas. Ellos solo
necesitaban mirarse un suspiro. En aquella situación, Hugo le marcó
el pase con el dedo y el resto ya está en las videotecas. “No
estaba metido en el grupo a nivel social, sí en lo futbolístico”,
explica hoy en día el mediocentro de Avellaneda.
Cuando Igor se vestía de calle, se encerraba en su casa de Somió,
esa cuya dirección y teléfono aparecía en las Páginas Blancas de
la época. He de confesar que en varias ocasiones sentí la tentación
de marcar su número, pero mi admiración, la misma que me empujó a
acumular recortes de periódicos, se impuso en todo momento a aquel
ímpetu infantil. Y en aquella casa, alguna vez, acabó cenando algún
miembro de la pandilla formada por los rusos y el portero Juanjo
porque ninguno era capaz de convencerle para acudir a un restaurante.
Esto y mucho más es Lediakhov. Para unos una estrella, para otros un
indolente. Para mí, Igor es una titularidad en la goleada de Rusia a
Camerún en el Mundial de 1994, un gol ante el Barcelona en su debut
oficial en El Molinón, una firma en una camiseta Joma rojiblanca con
el 10 a la espalda, una foto al lado de mi gran ídolo de infancia en
el estadio de Miramar, 43 goles en 209 encuentros, una conversación
telefónica en 2005 para un proyecto fallido de un libro
conmemorativo del centenario sportinguista (“estoy aquí con niños
por todas partes”, me soltó con tono simpático para justificar el
bullicio que nos acompañó durante toda esa charla)… y, sobre
todo, Lediakhov es una actuación descomunal en la promoción ante el
Lleida. El zar no ganó en solitario aquel partido, pero tenerlo ese
día en tu equipo fue como disponer de vidas infinitas en un
videojuego.
-Foto: La Cola de Vaca
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